notas sueltas (e incompletas) XLII

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«Nunca le gustó compartir sus problemas. Creía que, como el virus, los problemas eran sustantivos acelulares que existían alimentándose de la biología de otros organismos. Que si los estornudaba entonces dejarían de ser suyos y se convertirían en una carga también de pandemia. Dejarían la posesión, dejarían al individuo, sería por comuna un delirio colectivo. Entones se callaba. Iba acumulando. Escuchaba. Iba por la vida como tomando los pesares de los demás. Los tomaba con la punta de los dedos, como el que se quita un cabello suelto en la chaqueta. Los tomaba y los echaba sobre su espalda, donde crecían los montoncitos. Y cuando terminaba de escuchar, el locutor se iba muy contento caminando con gracia y ligereza hasta la próxima salida. Pero él se quedaba ahí, luchando contra la fuerza de gravedad, un pie a la vez, un escalón por escalón.»

 

Te observo así, preciosa y deslumbrante,

y te me antojas para convertirte en cuento.

En un verde prado, en una colina que da al mar,

en una tierna jovencita que observa divertida con los pies desnudos sobre el pasto.

Y ese pasto que choca con la arena.

Y esa arena que es tan gruesa y mineral.

La cerca de madera que con el tiempo va perdiendo la pintura blanca.

El sol que se esconde entre la bruma de la noche próxima.

El murmullo de las olas dulces.

La brisa que levanta un poco tu vestido,

que levanta un poco los mechones en tu frente.

La piel morena, irregular,

los granos que se escurren entre el césped y se pegan entre los dedos de los pies.

La sonrisa bien marcada que se estira simétrica.

Descansando a la sombra de ese árbol solitario

frondoso y vivo, castaño y oscuro,

con las raíces expuestas y una llovizna de hojas sueltas.

Te me antojas para que estés ahí,

naciendo del teclado, viviendo una aventura,

navegando bajo otro nombre, en otra forma;

y que al final de aquel trayecto dejes de ser tu misma

para convertirte en quien realmente eres.

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